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Cuando me enteré de que iban a trasladar a mi marido a Oriente Medio, lo primero que pensé fue qué diferente serían la comida, el tiempo, el idioma, la cultura. Me acababan de echar de mi trabajo de administrativa, así que estaba bastante emocionada con el cambio.
Mi principal preocupación eran los niños. Tenemos una niña y un niño que entonces tenían seis y ocho años. Estaban bien integrados en su colegio y tenían un buen grupo de amigos, además de actividades extraescolares y de fin de semana. Fuimos sinceros con ellos desde el principio y les fuimos explicando cada paso que dábamos.
Mi hija no se podía imaginar lo diferente que iba a ser, ni entendía que era irrevocable. Mi hijo sólo se disgustó cuando desmantelamos su habitación e hicimos una fiesta de despedida para sus amigos. Yo estaba tan preocupada por cómo lo estaban pasando los niños, que no tuve tiempo de pensar en cómo iba a arreglármelas.
Me preocupaba arrancarles sus raíces y plantarles en un país completamente desconocido. Sin embargo, no debía de haberme preocupado tanto, porque al final se adaptaron mucho más rápido que yo.